Entró en un bar cercano (llevaba tres días sin beber
nada), cogió un vaso sucio y le pasó un paño (algo ennegrecido). Comprobó, para
su suerte, que el grifo respondió con un chorro de agua, amarillenta pero
inolora, con la que llenó y vació el vaso en su garganta tres veces. Luego echó
un vistazo al interior del pequeño bar, rústico y de rancio alicatado, de gusto
dudoso. La misma situación de abandono, polvo acumulado en mesas y barras y
algunas manchas de sangre reseca en el suelo. Parecía que un tornado se hubiese
originado allí mismo, proyectando mesas y sillas por todas partes. Iván examinó
el resto del oscuro bar, pistola en mano, y vio que el pequeño cuarto de baño
estaba cubierto por tanta sangre que si toda ella fuera de una sola persona,
pensó, tendría que haber muerto desangrada. La puerta había sido arrancada y
vio astillas por todas partes. Los goznes estaban retorcidos y desclavados de
cuajo.
Volvió a la barra y la traspuso. Había cristales rotos
en el suelo y charcos resecos de alcohol. Abrió la caja y sustrajo el dinero
que había en ella (veintiséis euros con sesenta) y salió de nuevo a la calle. El
cielo tenía un color plomizo, cargado de humedad, y se había levantado un poco
de viento de levante. Varias hojas de periódico se arremolinaron en mitad de la
carretera. Lo que más inquietó a Iván fue el silencio, solo desafiado por el
viento que soplaba entre los edificios y entre las ramas de los árboles. Ningún
murmullo, ningún rugir de motor. Nada.
Iván cruzó la calle y se dirigió a la cabina de
teléfonos. El teléfono colgaba y se mecía de un lado a otro. Iván metió un par
de las monedas que había cogido del bar y marcó el número de la casa de sus
padres. La máquina ni siquiera emitió señal. Iván echó un vistazo a la avenida
Menéndez Pelayo (que partía desde la calle Jardines y cruzaba prácticamente
toda La Línea) y juzgó que era más que probable que aquella infección que
pareció afectar a su compañero de infortunios había puesto patas arriba a la
ciudad entera. La extensa avenida estaba tan desierta como la Jardines, y se
repetían los coches en mitad de la carretera o sobre la acera, las puertas
abiertas y los cristales quebrados o rotos.
Iván anduvo por Menéndez Pelayo y luego tomó Pinzones
hacia la derecha. En todas las calles se repetía el mismo escenario, coches
empotrados y algunos cuerpos inmóviles en medio de una mancha oscura y seca.
Giró de nuevo a la derecha, tomando la calle Gibraltar y vio más coches
empotrados y cuerpos ensangrentados, pero le impactó especialmente ver un coche
de ambulancias volcado hacía un lateral, las puertas traseras abiertas y manchadas
de sangre por todas partes.
Tomó Isaac Peral y luego San José a la derecha, anduvo unos ciento cincuenta metros y se detuvo en una estrecha casa de dos plantas. Era la casa de sus padres.
Tomó Isaac Peral y luego San José a la derecha, anduvo unos ciento cincuenta metros y se detuvo en una estrecha casa de dos plantas. Era la casa de sus padres.
Miró a través de la ventana, pero estaba polvorienta y
el interior demasiado oscuro para ver nada. Intuyó que la casa estaba tan
abandonada como toda la maldita ciudad. No tenía llaves, por lo que cogió un
enorme trozo de pavimento que había en el suelo y rompió con él la ventana. Se
deslizó al interior de la casa y la examinó con cuidado, acariciando el gatillo
de la pistola. El silencio le embargó. El salón estaba exactamente igual que
siempre, pero advirtió que sobre el mobiliario había una pequeña película de
polvo gris. El mismo por el que su madre sentía una repulsión casi obsesiva.
Iván encendió las luces y subió al piso de arriba. Las
habitaciones estaban revueltas, los armarios abiertos y la ropa esparcida por
todas partes. Iván intuyó una huida precipitada. «¿Huida de qué?», sintió un
miedo helado y visceral al hacerse la pregunta. A estas alturas no era
irracional concluir que todo parecía tener relación con lo ocurrido aquella
mañana.
El móvil de sus padres estaban sobre la mesilla, así
que obviamente descartó llamarlos. El estómago le dio una dolorosa punzada,
recordándole de repente que llevaba tres días sin comer, y se dirigió a la
cocina. La nevera estaba intacta. Comió todo lo que encontró en ella y luego
regresó al salón, dejándose caer sobre el sofá. De repente se sintió
terriblemente enfermo, y sospechó que su cuerpo estaría en esos momentos
gestando aquella infección. Pronto, imaginó, vería su piel pálida y salpicada
por aquellas erupciones hediondas y las manchas azuladas. Recordó lo cerca que
había tenido a aquel tipo. Sus ojos empezaron a acusar la falta de descanso de
los últimos días y cayó en un sueño profundo. Soñó con cadáveres en las aceras
y policías ensangrentados y hostiles.