Parecía una extraña y silenciosa procesión. Caminaban
entre los vehículos y en los márgenes de la carretera. Gonzalo no podía apartar
sus horrorizados ojos del tipo que había sido atacado delante de sus narices. Un
par de personas bajaron de sus vehículos para socorrer al desafortunado. Sobre
él había cuatro o cinco tipos, cubiertos de sangre reseca y parduzca, de
cuclillas como unos depredadores degustando el botín de una caza. Los
samaritanos forcejearon con los atacantes, recibiendo también dentelladas.
Otras personas se encerraron en sus vehículos, mientras otros grupos de esos
hombres y mujeres “furiosos” se arremolinaban en torno a ellos y los asediaban
golpeando las ventanas. Gonzalo observaba la caótica escena paralizado por el
terror y lo grotescamente surrealista que le parecía, como si lo que viera
fuera la prolongación de alguna terrible pesadilla.
Volvió atrás, dirigiéndose de nuevo al coche, abrió
con nerviosismo la puerta de su vehículo y cerró justo cuando uno de aquellos
tipos enloquecidos trataba de darle alcance. Gonzalo se quedó un instante
suspendido, observando la voluntad irracional con la que trataba de entrar. Era
un hombre de unos cincuenta años, algo grueso, y con una protuberante calvicie.
Hubiera parecido un tipo afable de no ser por la mueca grotesca de su rostro.
Gonzalo arrancó con una fuerte vuelta de llave. Delante, vio a la mujer con la
que había discutido repetir sus movimientos, y luego le hizo gestos airados
para que Gonzalo sacase su vehículo de allí, pues no podía dar marcha atrás. En
ese fugaz instante, se sintió afortunado de no tener ningún vehículo
obstaculizándole detrás.
Gonzalo dio marcha atrás y condujo a través de la
niebla (que por una pequeña concesión de Dios, imaginó) se estaba disipando. Aferró
las manos al volante, que temblaban como sacudidas por descargas eléctricas. A
su lado vio adelantarle el coche que conducía la mujer.
Deshizo el camino que hizo poco antes y regresó a La
Línea. Cuando volvió a su casa se dirigió a la habitación donde dormía su hijo
y se sintió en cierta medida aliviado, a pesar de no haber tenido motivo alguno
para pensar de que estuviera en peligro. Descolgó el teléfono, y se dio cuenta
de que temblaba mucho más que cuando sujetaba el volante. Llamó a la policía y
contó lo que había visto, y después de colgar fue consciente de la historia tan
extraña y absurda que había contado. Luego se sentó en el sofá, frente a la
tele apagada, y permaneció inmóvil y ausente casi tres horas, cuando fue
hallado así por su hijo. El pequeño José le preguntó por qué no le había
despertado para ir al colegio.
-Ya irás mañana.- Dijo, casi sin moverse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario