Aún estaba oscuro (quedaban casi dos horas hasta el
amanecer) y el frío húmedo calaba hasta los huesos. El cielo estaba despejado, azul
casi negro, pero un viento de poniente arrastraba unas densas nubes negras,
apenas perceptibles de no ser por los destellos anaranjados de los relámpagos.
Las nubes de poniente amenazaban lluvia.
El Peugeot 309 de color rojo tenía más de veinte años,
y sin sistema de calefacción era una pequeña nevera en la fría mañana de mediados
de febrero. Gonzalo se frotó los ojos, que aún se resistían a despertarse del
todo, y salió a la Avenida de España. Inmediatamente percibió la sensación
térmica de estar a cero grados, aunque los termómetros indicaban muchos más,
debido al viento húmedo que traía la playa del Poniente. Continuó como cada
madrugada del turno de mañana hasta dejar atrás el hotel Rocamar y atravesó
Campamento, localidad perteneciente ya a San Roque. Entonces empezó a percibir
la niebla.
Al principio era una niebla dispersa, apenas
disimulada excepto alrededor de las farolas, que arrojaban una luz pálida en la
brumosa mañana. Pero a medida que avanzaba, Gonzalo veía la niebla adoptar
solidez y opacidad. Ya no se arremolinaban en torno a las farolas sino que se
extendía como una alfombra fantasmal. Encendió las luces de posición del
vehículo y sujetó el volante con ambas manos, entrecerrando los ojos para
centrar los márgenes de la carretera. Apenas vislumbró entre la niebla el
edificio del economato de Cepsa, y más allá, las luces difuminadas de la
gasolinera, antes de la rotonda que le conduciría a la central térmica. Para
entonces, la niebla era tan densa que no podía ver más allá de uno o dos
metros.
Aminoró la velocidad hasta los 60 km. a pesar de
hallarse en un tramo de 80 km. y luego fue reduciendo aún más. 55 km. 50 km. 45
km. Entonces empezó a temer que un vehículo que viajara más deprisa le
embistiera por detrás, pero de todos modos no podía ir más rápido. Gonzalo
nunca había visto una niebla tan insondable.
De repente vio un coche parado justo delante y pisó
con fuerza el freno. Milagrosamente, el coche respondió rápido y se detuvo con
un chirrido agudo dando un suave toque al trasero del Mazda gris que había
delante. Una mujer emergió de entre la espesa niebla y se dirigió hacía la
parte trasera de su coche.
-Joder.- Gruñó malhumorada.- ¿No ha visto la niebla?
-No podía ir más despacio, es una autovía.- Se
excusó.- Además, no le he hecho nada.- Dijo, echando un vistazo.
-Ya, mire esto.- Señaló un arañazo sobre la
matrícula.-"No le ha hecho nada".
Gonzalo ignoró a la mujer y echó un vistazo en
general. Oyó nuevas voces y cláxones y vislumbró, pálidos, más vehículo alrededor.
Estaba en un buen atasco, tal vez a causa de la niebla. Y la mujer seguía
furiosa, quizás pagando los platos rotos de la frustrante retención en Gonzalo.
-¿Puede darme
los datos de su seguro?- Dijo, con escaso interés en disimular su cabreo.
-Es una estupidez.- Respondió Gonzalo, cuyo mal humor
también venía aumentando.
Entonces un grito enmudeció a los dos. Era el chillido
agudo y desgarrado de una mujer, que los hizo helarse de golpe, pues era el
tipo de grito que se produce cuando alguien sufre un dolor repentino y agudo.
Les pareció que aquella persona debía haberse roto las cuerdas vocales después
de aquello. Gonzalo empezó a sudar a pesar del frío.
-¿Lo ha oído?- Dijo la mujer, esta vez en un tono
quebradizo y asustado.- Venía de la niebla.
-¡Claro que lo he oído!- Contestó Gonzalo.
-Como para no oírlo.- Dijo otra voz (Gonzalo vio una
silueta oscura junto a un vehículo cercano)- ¿Qué coño ha pasado?
Gonzalo dio unos pasos hacia delante. Junto a él vio a
un hombre, y delante otro, que salía de su coche y murmuraban entre ellos. La
niebla era impenetrable y seguía sin verse nada más allá de pocos pasos, pero
se intuían más vehículos retenidos.
Entonces otro chillido, esta vez de un hombre, y
Gonzalo se detuvo. El corazón parecía querer saltar de su pecho. La mujer con
la que había discutido llegó desde atrás y también se detuvo, con una expresión
de auténtico terror. Y otro grito.
Gonzalo dio varios pasos atrás y miró a los hombres de
su alrededor, que le devolvieron una mirada confusa y asustada. Entonces los vio,
caminando con paso lento y errático, primero como fantasmales sombras
difuminadas en la niebla blanca y densa. Luego vio sus caras, los rostros
inexpresivos y las bocas entreabiertas, emitiendo los débiles quejidos que dan
algunas personas cuando agonizan. Algunos tenían sangre en sus rostros y en la
ropa. Costras resecas de sangre parduzca, pero a veces, fresca y roja. Parecían
ser vomitados por la propia niebla.
Gonzalo siguió retrocediendo hasta sentir el tacto metálico y frío de su vehículo, que lo confortó en cierto modo. Sus ojos no podían despegarse de aquella extraña y silenciosa procesión. Se desplazaban con lentitud y torpeza, tropezando entre ellos y con los vehículos retenidos, arrastrando los pies. Gonzalo vio uno de ellos olfateando el aire, como un perro ante un olor que le es familiar, y vio el cambio. Sus ojos antes inexpresivo se tornaron hostiles, y tres o cuatro se lanzaron hacía un hombre, que se había acercado a ellos preguntándole si estaban heridos.
Lo que vio a continuación lo espantó de un modo indescriptible. Aquellas personas se movían ahora con rapidez y agilidad, desmintiendo la lentitud y torpeza con que se desplazaban antes, como si aquel olor que el tipo había olfateado lo hubiese animado de algún modo. Le mordieron en el cuello y el hombro. Uno le sujetó el brazo y lo alzó para llevárselo a la boca y darle un fuerte mordisco. El hombre gritó, del mismo modo que había oído en tres ocasiones antes, y calló con sus atacantes encima. Pronto dejó de gritar y aquellos espantosos chillidos precedieron a un ruido aún más horrible. El de la carne al ser desgarrada y masticada. El gorjeo de varias gargantas al tragar de manera compulsiva.
Gonzalo siguió retrocediendo hasta sentir el tacto metálico y frío de su vehículo, que lo confortó en cierto modo. Sus ojos no podían despegarse de aquella extraña y silenciosa procesión. Se desplazaban con lentitud y torpeza, tropezando entre ellos y con los vehículos retenidos, arrastrando los pies. Gonzalo vio uno de ellos olfateando el aire, como un perro ante un olor que le es familiar, y vio el cambio. Sus ojos antes inexpresivo se tornaron hostiles, y tres o cuatro se lanzaron hacía un hombre, que se había acercado a ellos preguntándole si estaban heridos.
Lo que vio a continuación lo espantó de un modo indescriptible. Aquellas personas se movían ahora con rapidez y agilidad, desmintiendo la lentitud y torpeza con que se desplazaban antes, como si aquel olor que el tipo había olfateado lo hubiese animado de algún modo. Le mordieron en el cuello y el hombro. Uno le sujetó el brazo y lo alzó para llevárselo a la boca y darle un fuerte mordisco. El hombre gritó, del mismo modo que había oído en tres ocasiones antes, y calló con sus atacantes encima. Pronto dejó de gritar y aquellos espantosos chillidos precedieron a un ruido aún más horrible. El de la carne al ser desgarrada y masticada. El gorjeo de varias gargantas al tragar de manera compulsiva.
Gonzalo abrió con nerviosismo la puerta de su vehículo
y arrancó el coche con una fuerte vuelta de llave. Delante, vio a la mujer con
la que había discutido repetir sus movimientos, y luego le hizo gestos airados
para que Gonzalo sacase su vehículo de allí, pues no podía dar marcha atrás. En
ese fugaz instante, se sintió afortunado de no tener ningún vehículo
obstaculizándole detrás. Gonzalo dio marcha atrás y condujo a través de la
niebla (que por una pequeña concesión de Dios, imaginó) se estaba disipando.
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