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lunes, 24 de febrero de 2014

Capítulo 2: Parte 5

13/02/2014. Iván Fuentes. Vuelta al hogar.


Entró en un bar cercano (llevaba tres días sin beber nada), cogió un vaso sucio y le pasó un paño (algo ennegrecido). Comprobó, para su suerte, que el grifo respondió con un chorro de agua, amarillenta pero inolora, con la que llenó y vació el vaso en su garganta tres veces. Luego echó un vistazo al interior del pequeño bar, rústico y de rancio alicatado, de gusto dudoso. La misma situación de abandono, polvo acumulado en mesas y barras y algunas manchas de sangre reseca en el suelo. Parecía que un tornado se hubiese originado allí mismo, proyectando mesas y sillas por todas partes. Iván examinó el resto del oscuro bar, pistola en mano, y vio que el pequeño cuarto de baño estaba cubierto por tanta sangre que si toda ella fuera de una sola persona, pensó, tendría que haber muerto desangrada. La puerta había sido arrancada y vio astillas por todas partes. Los goznes estaban retorcidos y desclavados de cuajo.
Volvió a la barra y la traspuso. Había cristales rotos en el suelo y charcos resecos de alcohol. Abrió la caja y sustrajo el dinero que había en ella (veintiséis euros con sesenta) y salió de nuevo a la calle. El cielo tenía un color plomizo, cargado de humedad, y se había levantado un poco de viento de levante. Varias hojas de periódico se arremolinaron en mitad de la carretera. Lo que más inquietó a Iván fue el silencio, solo desafiado por el viento que soplaba entre los edificios y entre las ramas de los árboles. Ningún murmullo, ningún rugir de motor. Nada.
Iván cruzó la calle y se dirigió a la cabina de teléfonos. El teléfono colgaba y se mecía de un lado a otro. Iván metió un par de las monedas que había cogido del bar y marcó el número de la casa de sus padres. La máquina ni siquiera emitió señal. Iván echó un vistazo a la avenida Menéndez Pelayo (que partía desde la calle Jardines y cruzaba prácticamente toda La Línea) y juzgó que era más que probable que aquella infección que pareció afectar a su compañero de infortunios había puesto patas arriba a la ciudad entera. La extensa avenida estaba tan desierta como la Jardines, y se repetían los coches en mitad de la carretera o sobre la acera, las puertas abiertas y los cristales quebrados o rotos.
Iván anduvo por Menéndez Pelayo y luego tomó Pinzones hacia la derecha. En todas las calles se repetía el mismo escenario, coches empotrados y algunos cuerpos inmóviles en medio de una mancha oscura y seca. Giró de nuevo a la derecha, tomando la calle Gibraltar y vio más coches empotrados y cuerpos ensangrentados, pero le impactó especialmente ver un coche de ambulancias volcado hacía un lateral, las puertas traseras abiertas y manchadas de sangre por todas partes.  
Tomó Isaac Peral y luego San José a la derecha, anduvo unos ciento cincuenta metros y se detuvo en una estrecha casa de dos plantas. Era la casa de sus padres.
Miró a través de la ventana, pero estaba polvorienta y el interior demasiado oscuro para ver nada. Intuyó que la casa estaba tan abandonada como toda la maldita ciudad. No tenía llaves, por lo que cogió un enorme trozo de pavimento que había en el suelo y rompió con él la ventana. Se deslizó al interior de la casa y la examinó con cuidado, acariciando el gatillo de la pistola. El silencio le embargó. El salón estaba exactamente igual que siempre, pero advirtió que sobre el mobiliario había una pequeña película de polvo gris. El mismo por el que su madre sentía una repulsión casi obsesiva.
Iván encendió las luces y subió al piso de arriba. Las habitaciones estaban revueltas, los armarios abiertos y la ropa esparcida por todas partes. Iván intuyó una huida precipitada. «¿Huida de qué?», sintió un miedo helado y visceral al hacerse la pregunta. A estas alturas no era irracional concluir que todo parecía tener relación con lo ocurrido aquella mañana.  
El móvil de sus padres estaban sobre la mesilla, así que obviamente descartó llamarlos. El estómago le dio una dolorosa punzada, recordándole de repente que llevaba tres días sin comer, y se dirigió a la cocina. La nevera estaba intacta. Comió todo lo que encontró en ella y luego regresó al salón, dejándose caer sobre el sofá. De repente se sintió terriblemente enfermo, y sospechó que su cuerpo estaría en esos momentos gestando aquella infección. Pronto, imaginó, vería su piel pálida y salpicada por aquellas erupciones hediondas y las manchas azuladas. Recordó lo cerca que había tenido a aquel tipo. Sus ojos empezaron a acusar la falta de descanso de los últimos días y cayó en un sueño profundo. Soñó con cadáveres en las aceras y policías ensangrentados y hostiles.

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