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sábado, 22 de febrero de 2014

Capítulo 2: Parte 4




Del 10 al 13 de febrero de 2014. Iván Fuentes. Dependencias policiales.
 
Iván se quedó mirando, absorto, la cabeza aplastada en un amasijo de carne y pelo de aquel hombre, y el palo homicida, que aún conservaba en la mano. En cierto momento, mudó su expresión de horror y empezó a reírse a carcajadas, y era una risa ancha y pura. Luego respiró hondo y se limpió la sangre de la cara. «Ahora a salir de aquí», pensó, de inmediato. Se acercó a los barrotes y observó al policía, alargando impotente los brazos para alcanzarlo. Iván lo miró a los ojos, y el policía le devolvió una mirada vacía y hostil. Irracional. Iván se inclinó y, en un rápido movimiento, le desabrochó la cartuchera. A pesar de las obvias intenciones de Iván de apoderarse del arma, aquel policía no hizo el menor intento por impedírselo. Iván pensó en lo fácil que le hubiera resultado a aquel tipo matarlo si así fuera (y parecía que lo era) su intención. Con su arma podría haberlo abatido sin que Iván, enjaulado en aquella estrecha celda, hubiera podido impedírselo.
Después hizo un nuevo movimiento y le arrebató el arma.
Iván la examinó un instante (no tenía idea de disparar pero pensó que no podía ser muy difícil) y apuntó la pistola a la frente, justo entre aquellos ojos fríos y hostiles, pero ajenos al destino inminente que aquella oscura boca de cañón iba a repararle. Aquellos ojos no albergaban miedo. Iván sujetó uno de los brazos que alargaba entre los barrotes, para evitar que saliese disparado hacia atrás, fuera de su alcance, cuando accionara el gatillo.
Iván no dudó, y el cañón de la pistola vomitó un fogonazo de luz, precedido de un sonido ensordecedor. La bala abrió un perfecto agujero en la frente del policía y un poco de sangre oscura y espesa salió de él. No era una sangre roja y abundante, sino densa y parduzca, del mismo aspecto que tiene la sangre coagulada. El policía se desplomó hacía abajo como una torre a la que han volado los cimientos (Iván evitó que cayera de espalda asiéndole firmemente). «Ya está hecho», se dijo Iván «si me detienen no podré alegar que lo hice en defensa propia como al otro». Echó un vistazo al tipo orondo al que había reventado la cabeza con la pata metálica. Estaba tumbado boca abajo, envuelto en la misma sangre seca y parduzca que había brotado de la frente del policía.
Cogió el manojo de llaves (que llevaba colgado al cinto) y probó una a una hasta abrir la celda. Recorrió el pasillo amarillo pastel que había recorrido tres días antes (Iván tuvo la impresión de que había pasado un año) y subió unas escaleras estrechas que conducían a la entrada de la comisaría nacional de policía. Al principio temía oír una voz que le exhortara a arrojar el arma y lo esposara acusándole de doble homicidio, pero luego casi deseó que ocurriera. El silencio le perturbó. En cualquier otra circunstancia, haber disparado un arma en una comisaría habría  llamado la atención de una decena de agentes antes de que se dispersara el humo, pero el patio estaba desolado y la calle igualmente yerma.
Debía de ser alrededor de las siete y media, y la bruma matinal aún no había despejado el cielo. Iván se asomó tímidamente y miró a un lado y a otro de la calle Jardines. Desde allí se veía el mar, al final de la calle, oscuro y recortado contra un cielo gris que amenazaba lluvia. Al otro lado, la calle se alargaba hasta el centro de la ciudad, y lo que vio lo aturdió sobremanera. Ni las perturbadoras situaciones que había vivido en los últimos días le había preparado para aquello. Un coche en mitad de la carretera, con el cristal delantero quebrado y la puerta del conductor abierta. A unos cincuenta metros había un coche en idénticas circunstancias, y otro estaba empotrado contra la fachada de un pequeño bar. El morro del vehículo estaba aplastado y el escaparate hecho añicos. Iván se acercó al amasijo de retorcidos metales y vio algo que lo espantó de un modo indecible, aún después de todo lo que había sucedido esa mañana. En el asiento del conductor había una persona (no distinguió si era un hombre o una mujer) cubierta por completo de sangre. Donde antes debió tener una cara ahora tenía un gran agujero que revelaba una calavera de color amarilla, de la que colgaban jirones de carne y músculos. La camisa estaba desgarrada (aún tenía, pese a ello, puesto el cinturón de seguridad) y estaba desventrado y hueco. Ni pudo ni quiso imaginar que había sido de sus vísceras, pero deseó que aquella persona ya estuviera muerta cuando le hicieron aquello.

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