-¿Estás bien?- Preguntó Iván.- ¿Cómo cojones va a
estar bien?- Se respondió a sí mismo.
El tipo olía aún peor después de muerto. Iván se puso
nervioso, se aferró de nuevo a los barrotes y vociferó histérico.
-¡Hay un hombre que puede estar muerto! ¡Alguien,
quien sea, que me saque de aquí! ¡Por favor!
Pero el pasillo estaba tan muerto y silencioso como
aquel tipo. Iván se deslizó entre los barrotes y se dejó caer en el suelo.
Entonces empezó a llorar como un niño. Tenía hambre, sed y llevaba en aquella
habitación más de cuarenta y cinco horas. En aquel momento de desesperación
cruzó por su cabeza los pensamientos más negros. Pensamientos en los que nadie
sabía dónde estaba, o no les importaba. Donde nadie iría a buscarlo y sacarlo
de allí. Seguramente no sobreviviría a otras cuarenta y cinco horas y por
primera vez pensó que podía, realmente, morir de inanición. ¿Y si aquello
(fuera lo fuese) que había matado a ese tipo era contagioso? En aquel momento
lo que menos le preocupaba era intentar hallar una explicación a por qué estaba
desierta la comisaría de policía, solo quería salir de allí.
Entonces se enjugó el llanto y trató de pensar en cómo
escapar de aquella celda. Se puso de pie y miró por la ventana. Esta vez, la
calle no estaba tan desierta y vio a un par de personas, de espaldas, en mitad
de la carretera. Parecían confusas o aturdidas, y vagaban sin rumbo de un lado
a otro, como si no supieran donde estaban.
-¡Eh! ¡Aquí!- Gritó desesperado, los ojos aún
enrojecidos del llanto, pero no se perturbaron lo más mínimo y siguieron
andando en círculos. -¡Estoy atrapado! ¡Joder! ¡¿Es que todo el mundo se ha
vuelto loco?!
Entonces oyó un débil arrastrar de pies en el pasillo. Era como aquellos pasos que escuchó la noche anterior, pero esta vez había luz para ver quién era el que vagaba por allí. Iván se aferró a los barrotes y pudo ver a alguien (de uniforme), de espaldas a él, que caminaba despacio como si no recordara a dónde tenía que ir.
Entonces oyó un débil arrastrar de pies en el pasillo. Era como aquellos pasos que escuchó la noche anterior, pero esta vez había luz para ver quién era el que vagaba por allí. Iván se aferró a los barrotes y pudo ver a alguien (de uniforme), de espaldas a él, que caminaba despacio como si no recordara a dónde tenía que ir.
-¡Aquí!- Gritó Iván, cada vez más desesperado.-
¡Sácame de aquí!
El policía levantó bruscamente la cabeza, pulcramente afeitada, como si hubiera recordado algo súbitamente, y olfateó el aire como un perro que siguiera un rastro. Iván enmudeció de golpe, y observó al policía menear la cabeza de un lado a otro, para luego dar la vuelta. Lo miró inexpresivo, con los ojos redondos y las pupilas dilatadas y negras como el abismo. Su nariz se arrugaba, como si siguiera olfateando algo. De su boca se deslizaba un hilo de saliva blanquecino que luego colgaba de su barbilla. El policía empezó a caminar hacia él, pero esta vez no lo hacía con torpes pasos, sino con grandes y rápidas zancadas.
El policía levantó bruscamente la cabeza, pulcramente afeitada, como si hubiera recordado algo súbitamente, y olfateó el aire como un perro que siguiera un rastro. Iván enmudeció de golpe, y observó al policía menear la cabeza de un lado a otro, para luego dar la vuelta. Lo miró inexpresivo, con los ojos redondos y las pupilas dilatadas y negras como el abismo. Su nariz se arrugaba, como si siguiera olfateando algo. De su boca se deslizaba un hilo de saliva blanquecino que luego colgaba de su barbilla. El policía empezó a caminar hacia él, pero esta vez no lo hacía con torpes pasos, sino con grandes y rápidas zancadas.
Iván se separó de los barrotes de un salto, justo
cuando el policía los embistió para alargar sus manos y deslizarlas entre
ellos. Iván vio aquellas manos, pálidas y llena de pequeñas venillas azules,
las uñas amarillas y llenas de sangre oscura y reseca en las raíces. El rostro,
antes inexpresivo, era ahora una máscara terrible. Los ojos desorbitados y
negros. Iván se sentó en la cama y permaneció inmóvil, y hubiera parecido por
su palidez y quietud una figura de cera de no ser por el movimiento irregular
de su pecho. «Estoy jodido».
Pasaron las horas. La oscuridad se volvió sólida e
impenetrable. Iván no podía ver nada, pero por los gruñidos sabía que el
policía aún estaba ahí, alargando la mano para cogerle. Entonces escuchó un
crujido de muelles, demasiado cercano para que viniera del pasillo o de otra
celda. Iván abrió los ojos y se incorporó despacio. No veía nada, pero intuía
que su compañero de celda se había incorporado. Iván abrió la boca pero reprimió
su pregunta al oír un gorjeo, precedido de un olfateo, sin duda, proveniente
del interior de la estancia. Decidió quedarse callado y escuchar. Hubo un nuevo
crujido metálico. Parecía que se había puesto de pie. Iván sintió una tenaza
oprimiendo su pecho, los ojos desorbitados no le servían de nada ahora.
Intentó ponerse de pie sobre la cama, lo más despacio
posible, para evitar que crujiera con aquel sonido metálico. El tipo seguía gruñendo
y olfateando el aire. Iván pegó su espalda a la pared, y al estirar las
rodillas la cama chasqueó. El tipo dejó de gruñir y olfateó intensamente. Iván
sintió una punzada en la sien y la frente empezó a arderle, en contraste con un
sudor helado que empezó a deslizarse hacia las cejas y la nariz. Oyó entonces
un arrastrar de pies pero era incapaz de saber si se acercaba o se alejaba de
él. De todos modos no podía ir muy lejos. La celda era cuadrangular y de cuatro
metros por lado.
Iván solo quería que amaneciera para poder ver, y
calculó mentalmente las horas que habían pasado desde que anocheciera y las que
aún quedaban para el alba. En casi dos días, Iván no lo había visto de pie, y
en las últimas horas, ni siquiera respirar. El miedo le impidió hacer cálculos
y se quedó inmóvil, respirando acompasadamente para evitar hacer demasiado
ruido. Estaba tan aterrado que no le fue demasiado difícil estar quieto.
La luz fue entrando a través de la ventana exterior de
forma gradual. Iván seguía de pie, sobre la cama, con la espalda pegada a la
pared. Su compañero de celda estaba mirando hacía la ventana, viendo la luz
azulada del amanecer. Tenía los ojos inexpresivos y las pupilas dilatadas. Iván
continuó petrificado, casi sin respirar, mientras veía en pie al tipo que antes
había juzgado muerto. El policía seguía deambulando por el pasillo.
Entonces, el tipo giró lentamente la cabeza y lo miró, sus ojos se volvieron hostiles, y en las comisuras de su boca surgieron manchas blancas. De un salto se abalanzó sobre Iván, y los dos cayeron en la estrecha cama, que crujió con un sonoro chasquido metálico. Iván se clavó los muelles de la cama en el costado, y el peso del orondo tipo que tenía encima oprimió su diafragma y le cortó la respiración. Las uñas del atacante se clavaron en el hombro, y las sábanas antes blancas se tiñeron de rojo. Los ojos dilatados y enrojecidos a menos de un palmo de su cara. Iván intentó levantarlo y apartarse pero el tipo pesaba demasiado y él no era especialmente fuerte. Ni siquiera aquella fuerza que se saca en situaciones peligrosas (y en aquel momento no había situación más peligrosa) bastaba para quitárselo de encima. Sus brazos flaqueaban, y el tipo abría la boca y exhalaba un olor fétido, sin duda para dar un mordisco. No iba a aguantar así mucho más tiempo.
Entonces, el tipo giró lentamente la cabeza y lo miró, sus ojos se volvieron hostiles, y en las comisuras de su boca surgieron manchas blancas. De un salto se abalanzó sobre Iván, y los dos cayeron en la estrecha cama, que crujió con un sonoro chasquido metálico. Iván se clavó los muelles de la cama en el costado, y el peso del orondo tipo que tenía encima oprimió su diafragma y le cortó la respiración. Las uñas del atacante se clavaron en el hombro, y las sábanas antes blancas se tiñeron de rojo. Los ojos dilatados y enrojecidos a menos de un palmo de su cara. Iván intentó levantarlo y apartarse pero el tipo pesaba demasiado y él no era especialmente fuerte. Ni siquiera aquella fuerza que se saca en situaciones peligrosas (y en aquel momento no había situación más peligrosa) bastaba para quitárselo de encima. Sus brazos flaqueaban, y el tipo abría la boca y exhalaba un olor fétido, sin duda para dar un mordisco. No iba a aguantar así mucho más tiempo.
Probó entonces una apuesta arriesgada. Ladear el
cuerpo y llevarlo al borde de la cama, dejarse caer y esperar a que el tipo
cayera sobre la cama y no encima suyo, en cuyo caso ya no tendría otra
oportunidad. Al otro lado de las rejas, el policía seguía jadeando, como si
quisiera participar en la refriega. Iván se escurrió de la cama y, por suerte,
el tipo cayó sobre ella con contundencia. Las patas metálicas cedieron y la
cama se desvencijó.
Iván se levantó rápidamente y tomó una bocanada de
aire (había estado más de un minuto sin respirar). El tipo también lo hizo, y
se lanzó de nuevo sobre Iván sin mediar un instante. Pero Iván se apartó, y el
hombre tropezó y cayó de bruces. Iván cogió una de las patas metálicas de la
cama, la empuñó como una porra y la dejó caer sobre la enorme cabeza del tipo.
De forma mecánica, levantó y dejó caer la pata una y otra vez. El cráneo se
hundió y el suelo, las paredes y él mismo se empezaron a llenar de pequeños
trozos grises de masa encefálica. El tipo venció toda resistencia y se quedó
inerte.
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